The only living boy in New York
Capítulo II
Día 01
El avión no llego a tiempo para su cita con la tierra. Dio unas cuantas vueltas antes de aterrizar, aunque no me importó. Era tarde pero media hora o una hora más tarde no me importaban. A pesar del sabido calor de verano, tiritaba de frío bajo la endeble protección de mi chaqueta, sujetando en una mano como si me fuese la vida en ello una bolsita de "Animal Crackers", galletitas saladas, por si acaso. Todavía no he abierto esa bolsa. Los animal crackers se llamaron así por el circo del Dr. Barnum's. Aún se vende la marca original "Barnum's Animals Crackers", con sello ahora de Nabisco. Y el circo también existe con más de un siglo de existencia.
El viaje Atlanta a Nueva York me había dado los únicos minutos de sueño de estas imparables 24 horas. Es increíble lo que puede resistir el cuerpo sin tener necesidad de dormir. Me quedé adormilado, con la cabeza en mi almohaba, mientrras se me resbalaba de los dedos el catálogo de absurdos productos de teletienda que nos daban en el avión. Objetos que cuando se ven uno no se cree que pudo haber vivido sin ellos en su fortaleza suburbana y sin embargo aqui, estamos, verdadera América. Recuerdo de ese trayecto luces tenues y un frío cortante. Horas y horas de aire acondicionado me acabaron haciendo mella. Empecé a temblar y empecé a pensar en que iba a llegar a Nueva York e iba a pasarme una noche dando vueltas en la cama, febril y griposo y no me quitaba en la cabeza que acababa de ponerme malo. Pedí a la azafata una manta, parece que le costó darse cuenta de por qué se la pedía. Acceptó buscar una pero en todo el avión no había.
Cuando me desperté e intenté ubicarme, vi luces brillantes por la ventanilla. Dibujé un mapa de la costa pero no me encajaba. Vi unos edificios altos. No era Nueva York... era Atlantic City, las Vegas del Estel, la capital del juego. Distinguí los casinos y los paseos marítimos y volví a colocar la cabeza, esperando que en el Ipod una canción me recibiese en la ciudad.
Pisamos, pues tierra. Algo familiar se me encendió cuando tocamos las pistas. Esa sensación de "ya lo he visto" que es la marca esencial de NYC. Nunca había estado ahí pero parecía que volvía a casa desde Atlanta. Con esas vibraciones que dan los sentidos que no numeramos, noté una sensación distinta a la que había sentido en Georgia.
Me bajé con los demás viajeros, tan desorientados como podrían estar a las dos de la mañana, a una pequeña sala de recogida de equipajes, que nada tenía que ver con las faraónicas, modernas y peliculeras superficiers de Atlanta. Me alivió y me dio seguridad ver que mi equipaje había llegado y que yo tenía todo. Casi no me podría creerlo. En general, no tenía el nerviosismo de expectación que imprime llegar por primera vez a un sitio, sino la pereza repentina que se tiene cuando sólo queda un tramo de una larga escalera o una montaña. Después de toda la subida parece ridículo que un trecho insignificante cueste tanto, pero cuando ya no se sienten la necesidad de estar alerta, el impulso cede.
Repasé toda las opciones que tenía para ir al centro. No quería, en principio, gastarme dinero en esos taxis amarillos. Mi primera opción era coger un autobus hasta Penn Station (" The first thing I did when I got off at Penn Station...") y ahí, sí, coger un taxi. Evité a la gente que me hablaba, ofreciéndome medios de transporte. Localicé una parada y me quedé ahí. Pasó un autobus pero no estaba seguro de que fuese ese. Un individuo del que en condiciones normales desconfiaría -acababa de llegar a la ciudad y aún tenía en la cabeza la máxima de ser prudente y precavido con la gente- me indicó con un interés fuera de lo común que a esas horas era "más bien poco probable" que pasase un autobus y que la mejor opción era cogerme un tren hasta la terminal de transporte. Esperaba que me pidiese por lo menos una moneda por la información, pero el hombre que en condiciones normales me inspiraría desconfianza, no hizo otra cosa que desarme una feliz estancia en la ciudad. Ese fue mi primer contacto con el carácter neoyorquino.
Subi ya más ilusionado el ascensor y tomé el transbordador circular que conecta las terminales hasta que me bajé en el centro de transportes de Jamaica Bay. Pagué la tasa para bajar y me compré en las máquinas un bono de metro-tren. Creía que desde el lugar al que había llegado podía tomar un shuttle, una lanzadera-tren hasta Manhattan. Era el metro normal. Aunque había más gente que lo cogió pense: "¿Metro?,¿ sólo?, ¿a estás horas?" Eran más de las 2.
Me acerqué entonces a la mujer a cargo de los billetes.
- "Buenas noches -dije-¿ Existe algún medio alternativo de ir a Manhattan además del metro?"- "Mmm... creo que no"
- "¿ Es suficientemente seguro a estas horas? No me fío"
- "No puedo asegurar que sea seguro... más bien... - e hizo una mueca de desconfianza.
- ¿Entonces? Me merece la pena coger un taxi
- Lo que usted quiera. Si quiere le pido uno.
Llamó a un teléfono. Pensé que era una amabilidad que usase su movi, aunque ahora no estoy tan seguro. Me dijo que cruzase la calle y me señaló una pequeña oficina. Bajé y me di cuenta de que no era un taxi amarillo, sino una "compañía alternativa", en teoría menos fiables, sin tarifas fijas, pero... ¡a quien le importaba en esas circunstancias! Pagué la novatada, eso pensé. Pero en el fondo, calculando, creo que me salió igual de precio (o no mucho más caro), que uno de toda la vida. Me llamaron la atención las casa de madera modelo Queens y me recordó a algo que había visto (Claro, Spiderman), pero hasta que uno se acostumbra, parece más bien un edificio de Disneylandia.
El coche era amplio, como todos los coches americanos. Más amplio que un coche grande de aquí. El pago es al comienzo, lo cual resulta un poco incómodo más que nada, porque no dejé de darle vueltas a la idea de lo exigentes que, segun me habían dicho, son los taxistas con las propinas.
Se nota que NYC es una gran ciudad, puesa los taxistas aprovechan cualquier oportunidad que les surge para establecer una conversación durante el trayecto. Con esta primera conversación larga en tierra firme, también encontré mi primer obstáculo con el pastoso, nublado e ininteligible acento neoyorquino, que hasta a lso ingleses les resulta difícil. Yo, a las dos de la mañana, con veinticuatro horas de viaje acumuladas, no tenía la mente en la forma más perceptiva. Intenté, con todo, prestar algo de atención a las preguntas que el taxista iba dejando caer con cuwentagotas. No tenía nada de que preocuparme. Estaba en Nueva York y estaba feliz. Pasamos por el estadio Shea, sede de los Mets y no dejé de mirar a izquierda y derecha a pesar de que no tenía otras vistas delante de mí que los carriles nocturnos de la autopista suburbana.
El corazón me dio un vuelco. Ahí, abriéndose en la noche, la máginca isla de Manhattan, con su figura sobre el cielo y el arenal de luces incontables. Intenté reconocer los edificios, dispuestos como en una postal: El Chrysler, el Empire State... Abrí un poco la ventanilla para respirar un poco ese aire nuevo. Cruzamos el puente de Queenboro, por fín me sentí en Nueva York y esa sensación de que ya estaba en un lugar conocido me volvió a tocar. Pasamos por unas casa familiarmente europeas y pensé que no estaría tan mal vivir ahí. Al mismo tiempo de percibir ese "deja-vu", me sorprendía por la singularidad de todo lo que estaba viendo, tan característico de NYC... Cryzamos el parque por una de esas vías que lo atraviesan y que yo me imaginaba diferentes. Compreobé que le había dado mal la dirección al taxista (la 97 en lugar de la 103), confundido por las dos estaciones de metro contiguas, pero al final localizamos el sitio.
Mi primera impresión iba a darme, sino algo de temor, sí reparo. Unos pandulleros negros estaban apostados en la acera con un coche y una chicas con tal aspecto de prostitutas que el taxista se permitió arrojar un risita sarcástica hacia mi comité de bienvenida al barrio. No sabía se tenía que darle propina, así que me hice el tonto.
Crucé la acera como si saltase por encima de un río turbulento y eché una ojeada con cautela a los carterles que en pocos días me serían tan familiares como los de mi vieja calle Jovellanos de Oviedo: El Deli-Grocery 24 hous (vulgo Badulaque) y la Pizzeria Italo-mexicana, un engendro de dos países que tienen en común el caos y los colores de la bandera. Así ahorraban en pintura, digo yo, pues el toldo estaba pintados en vistoso verde, blanco y rojo.
Lo que parecía la entrada principal no lo era y tuve que entrar por la terraza delantera. Me alivié totalmente cuando vi a jovenes normales. blancos y con aspecto de estudiante sentados a la puerta. Entré y el frescor del aire acondicionado me recibió en el albergue. Gladys, la recepcionista, me tomó los datos. No creo que fuese su lengua materna, pero agradecía que me hablase en español, a pesar de que a veces yo presuma de que me da igual una lengua u otra.

El edificio es una construcción de ladrillo rojo, de 1877. Su arquitecto, Morris, diseñó también la fachada del Metropolitan. Fue albergue de "Respectable Old Ladies" (¡viva la corrección política!) indigentes hasta que fue abandonado. Durante el Gran Apagón fue presa de incendiarios. Es albergue desde 1990. Subí a mi habitación. Había mucha gente por el albuergue a pesar de ser las dos de la mañana. Entré en mi habitación y me puse a colocar mis cosas. Agradecía que me hubiese tocado abajo y que no hubiese nadie en la habitación, asi pude colocar las cosas con la luaz enciendida. Un alivio momentáneo, pues después, con la luz ya apagada e intentando dormir, llegaron los antisociales, autistas, molestos y antipáticos franceses que me despertaron sin la menor vergüenza a las tres y media de la mañana y me hicieron estar en desconfianza un buen rato.
Cerré los ojos y no le di más importancia ya a nada. Un año después de ir a Amsterdam, estaba en Amsterdam Avenue, en Nuevo Amsterdam. Estaba en Nueva York